#16 - Rick Carlisle, Mark Daigneault y la filosofía de la mutabilidad
Heráclito y Demócrito tenían pensamientos opuestos sobre la maleabilidad de la materia. En plenas Finales, Carlisle y Daigneault también están plasmando formas distintas de entender el baloncesto.
Por primera vez desde la edición de 2016 las Finales de la NBA se decidirán en el Game 7.
Seis partidos. Tres victorias para Oklahoma City Thunder. Otras tantas para Indiana Pacers. Muchas correcciones, ajustes y reajustes por ambas partes. Y la profunda sensación de que será una lástima que uno de los dos equipos se quede a las puertas del anillo.
Con sus virtudes, sus defectos y todos esos detalles que construyen el resultado final de un partido, estas Finales no solo están sirviendo para medir el potencial de ambos equipos, sino también las ideas y la forma de entender el baloncesto de sus dos entrenadores: Mark Daigneault y Rick Carlisle.
El primero, más afín al orden y la estructura, como defendía Demócrito. El segundo, mucho más afable con la fluidez, la adaptación y el constante movimiento, haciendo suya la frase que inmortalizó Heráclito hace 2.500 años: “Todo fluye, nada permanece”.
Rick Carlisle: Heráclito y el río que fluye
Rick Carlisle representa una particular forma de clasicismo evolutivo. Pese a sus tiranteces con Luka Doncic en sus últimos años en Dallas siempre mostró una capacidad innata para adaptarse a los contextos que le tocó entrenar. Lo hizo con los ultradefensivos Pistons de inicios de siglo; con los durísimos Indiana Pacers de los últimos años de Reggie Miller y con los camaleónicos Dallas Mavericks que coronó en 2011 y en los que se permitió experimentar en ataque con protagonistas inesperados como J.J. Barea.
Ahora, en pleno 2025 y a solo un triunfo de conquistar su segundo título, Carlisle es el arquitecto en pista de uno de los equipos más veloces, rápidos y profundos que se recuerdan. Una maquinaria ofensiva con múltiples opciones de anotación que, cuando carbura al 100%, se muestra tan dominante y demoledor en ataque como aquellos primeros Golden State Warriors de Steve Kerr.
De aquel Carlisle al que se le criticó mucho por no aprovechar del todo a jugadores como Tayshaun Prince o Mehmet Okür cuando debutó como head coach en Detroit y que también tuvo sus más y sus menos con Ben Wallace, queda muy, muy poco.
Este Carlisle ya no impone sistemas fijos y convierte la flexibilidad en pragmatismo. Sí que pone en práctica su playbook, pero no como fin, sino como medio para que sean los jugadores quienes lo ejecuten a su gusto. Su concepción del juego se canaliza a través de Tyrese Haliburton, quien se encarga de imprimir mucho ritmo al balón, facilita la circulación del mismo y sirve como catalizador para sus compañeros.
Es, en última instancia, quien navega sobre el caos.
Y aún así se ha comprobado en estos playoffs que Indiana es perfectamente capaz de sobrevivir aun en los peores partidos de Haliburton. Decía también Heráclito que “Nadie se baña dos veces en el mismo río” y estos Pacers no repiten protagonista dos partidos consecutivos.
Si no es Pascal Siakam es Andrew Nembhard. O sino irrumpe el torbellino T.J. McConnell. O los muelles de Obi Toppin. O el descaro de Bennedict Mathurin. Y así hasta toparse con esta estadística inédita en la historia: nunca antes ocho jugadores de un mismo equipo habían promediado diez o más puntos en unas Finales y superado los 200 tantos en unos playoffs.
Nunca. Jamás.
Carlisle lee y ejecuta los partidos no como una máquina con sus rígidas instrucciones, sino como una corriente de agua que recorre siempre el mismo cauce, pero de la que resulta imposible identificar cada gota.
Heráclito hablaba del logos como una ley oculta que rige el cambio. No se trata de una estructura visible, sino una armonía que solo se revela en la tensión. Un estilo de juego que reflejan estos Pacers: un equilibrio que parece frágil, pero que se sostiene por su capacidad de adaptarse a los cambios y a los golpes que les han infligido, no solo los Thunder, sino también los Milwaukee Bucks, los Cleveland Cavaliers y los New York Knicks.
Carlisle, como Heráclito, ha dejado de creer en sistemas estáticos y ha hecho del movimiento la principal virtud de los Pacers.
Mark Daigneault: el orden mecánico de Demócrito
En las filas de los Oklahoma City Thunder, Mark Daigneault interpreta el baloncesto como ingeniería. Al contrario que Carlisle, opera sobre la lógica, la estructura y una planificación cuasi enfermiza en la que cada jugador una función concreta.
En su visión del baloncesto, el sistema de los Thunder está tan cuidadosamente diseñado que no hay ningún fleco suelto a la improvisación. Como en las ciencias exactas, el libro albedrío está prohibido y cada elemento tiene su razón de ser como parte de la cadena.
Cuando esta opera a pleno rendimiento, tenemos el resultado que todos conocemos: una maquinaria demoledora que dominó con puño de hierro la temporada regular con 68 victorias y que ha seguido aplacando rivales en playoffs.
Demócrito vislumbró con muchísima antelación la existencia de los átomos, que se combinan según leyes necesarias. Para él no existía el azar. Para Daigneault —un legado recibido de un Sam Presti al que le gusta tener todo controlado y medido—, tampoco. Cada rotación defensiva, cada emparejamiento, cada tiro, cada decisión táctica, cada ajuste, responde a una necesidad funcional: eficiencia, control y rendimiento.
La construcción del equipo bebe de esta misma premisa. En una rueda de prensa en 2023, Presti compartió su visión sobre reclutar jugadores que priorizaran el sacrificio, el esfuerzo, la intensidad y el bien colectivo sobre el lucimiento personal, aunque no gozasen de un talento especial.
Así llegaron jugadores como Lu Dort —tras ser rechazado en el draft de 2019—, Aaron Wiggins, Isaiah Joe, Jaylin Williams o, más recientemente, Cason Wallace y Alex Caruso. Todos ellos engranajes que permiten operar a las tres principales patas del mecanismo: Shai Gilgeous-Alexander, Jalen Williams y Chet Holmgren.
Todos cumplen un rol claro dentro de una estructura que maximiza sus virtudes y disimula sus debilidades. El ataque fluye, pero dentro de un marco. La defensa cambia, pero según reglas internas. El baloncesto de Daigneault es como el universo de Demócrito: parece libre, pero está dominado por una geometría invisible donde no tiene cabida la improvisación.
Para bien y para mal.
Dos realidades presentes, ¿y futuras?
Este choque de estilos simboliza también una tensión disruptiva mayor dentro de la NBA contemporánea. La liga navega entre dos tendencias: una cada vez más científica, regida por la eficiencia, los datos, el control de minutos, la estadística avanzada, los algoritmos y el diseño de espacios; y otra más literaria, emocional, espontánea, quizá romántica, donde el talento se impone al guion; y el carácter y el caos todavía tienen su público.
Otro asunto apunta a todas esas normas, limitaciones, sanciones y topes que la NBA aplica a la construcción de las plantillas mediante el convenio colectivo y los apron. Un tema que no nos atañe en esta pieza.
Carlisle y Daigneault no son enemigos de estos mundos: los encarnan. Ninguno desprecia los méritos y virtudes del otro. Pero cada uno ha elegido dónde poner el acento. Uno ejerce como si los partidos fueran ríos que navegar sin renunciar al rumbo natural de la corriente. El otro, como si fueran complejos puzzles que hay que resolver desde la lógica y el raciocinio.
Quien gane este anillo —que es lo de menos en esta reflexión— no resolverá el dilema. El baloncesto no es una ciencia exacta, pero tampoco un mito. Es una danza entre la norma y el verso. Entre la estructura que nos protege del caos, y el caos que nos recuerda que estamos vivos.